La globalización era esa gran esperanza de fundirse en un abrazo entre todos los seres humanos en un mundo sin fronteras ni desigualdades. Sin embargo, la crisis desatada en el siglo XXI, y no sólo me refiero a una crisis económica sino a un final de paradigmas y una profunda crisis de pensamiento, un crepúsculo del deber, nos enseñan que la vieja geografía impone su dictado y sus condiciones como lo ha venido haciendo históricamente.

Nos encontramos ahora en una nueva etapa en la que el realismo ha sido rehabilitado. Thomas Hobbes, que ensalzó los beneficios morales del miedo y consideró la anarquía como la mayor amenaza para la sociedad, ha desplazado a empujones al humanismo de Isaiah Berlin y se ha convertido en el filósofo del momento. Los ideales universales han quedado de lado: lo importante ahora son las particularidades que marcan la diferencia, ya sean la etnia, la cultura o la religión.

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Lo cierto es que la globalización está reforzando la importancia de la geografía. La integración económica está debilitando a muchos Estados y dejando al descubierto un mundo hobbesiano de regiones pequeñas y fraccionadas. Dentro de ellas, se están reafirmando las fuentes de identidad locales, étnicas y religiosas, referenciadas a zonas geográficas específicas. La crisis económica actual está aumentando la relevancia de la geografía aún más, debilitando los órdenes sociales y convirtiendo las barreras naturales del planeta en la única frontera.

Si se quiere entender hasta qué punto la geografía es concluyente, es necesario remitirse a aquellos autores que creían que el mapa determina casi todo, y que el margen de maniobra para la acción humana es escaso. Así lo esbozaba es el historiador francés Fernand Braudel, que en 1949 publicó la magna obra El Mediterráneo y el Mundo Mediterráneo en la Época de Felipe II. Los acontecimientos políticos y las guerras nacionales están condicionados por fuerzas medioambientales. Para Braudel, por ejemplo, lo que espoleó las antiguas conquistas griegas y romanas fueron las sequías y el clima incierto de las tierras pobres situadas a lo largo del Mediterráneo. En otras palabras, nos engañamos al pensar que controlamos nuestros destinos. Para entender los desafíos que plantean el cambio climático, el calentamiento de las aguas del Ártico y la escasez de recursos como el petróleo y el agua, debemos recuperar la interpretación medioambiental de Braudel.

El medio físico impone su cruel ley, la de el clima y los ciclos del suelo, la de las posibilidades de poseer acceso a los recursos minerales de manera que las sociedades humanas se ven impelidas a luchar contra este determinismo. La tecnología ayuda a superar estas barreras pero no lo es todo y el siglo XXI será el momento de Euroasia. En el pasado, un territorio escasamente poblado actuaba como mecanismo de seguridad. Sin embargo, ahora, a medida que va desapareciendo el espacio vacío, el propio «tamaño finito de la tierra» se convierte en una fuerza de inestabilidad. La demografía, los recursos y el desafío del cambio climático impondrán su cruel realidad a no ser que sepamos buscar soluciones adecuadas.